ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado. (Romanos 3:20)
sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado. (Gálatas 2:16)
Dios proponía al hombre, si obedecía los diez mandamientos de la ley, un mundo sin crímenes, sin guerras, sin terrorismo, sin robos, sin corrupción; un mundo en donde triunfase la paz, la justicia, el amor… ¡un mundo ideal! Pero, qué sucede? Cada uno vive para sí mismo sin renunciar a ningún placer, se rebela contra la autoridad, con todas las consecuencias que esto acarrea en el ámbito familiar, social y del mundo en general.
¿Por qué? Porque el hombre, incluso teniendo las mejores intenciones, no puede cumplir la ley de Dios. ¿Y por qué no puede? Por el pecado que nos separa de Dios. La ley revela las exigencias de Dios y condena las transgresiones de esas exigencias por parte de los hombres(Gálatas 3:10).
Pero Dios no nos dejó en esa situación desesperante, sino que dio una salida: refugiarnos, por la fe, en Jesucristo nuestro Salvador. Él llevo la maldición que tenía que ver con esta ley que condena al hombre. El que pertenece a Cristo tiene el privilegio de estar, no bajo la ley sino bajo la gracia (Romanos 6:14); a partir de entonces puede cumplir libre y alegremente, por medio de ayuda del Espíritu Santo, lo que la ley ordenaba (Romanos 8:2-4;Gálatas 2:19-20), e incluso, por amor, ir más allá. Esta ley no solamente está grabada en tablas de piedra o escrita en un libro, sino que está en el corazón del creyente (Hebreos 8:10).