La religión verdadera tiene mucho que ver con las emociones.

¿Quién puede negar que la verdadera religión tenga como ingrediente fundamental las emociones, esas acciones vigorosas y enérgicas de la voluntad? La religión que Dios requiere no consiste de emociones debiluchas, pálidas, y sin vida que escasamente logran desalojarnos de la apatía. 

  En su palabra Dios insiste en que seamos serios, espiritualmente enérgicos, teniendo nuestros corazones vigorosamente comprometidos con el cristianismo. Tenemos que ser “fervientes en espíritu, sirviendo al Señor” (Romanos 12:11). “Ahora, pues, Israel, ¿qué pide Jehová tu Dios de ti, sino que temas a Jehová tu Dios, que andes en todos sus caminos, y que lo ames, y sirvas a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma?” (Deuteronomio 10:12). “Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es. Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas” (Deuteronomio 6:4-5).


 

 Esta participación viva y vigorosa del corazón en la verdadera religión viene como resultado de la circuncisión espiritual, o regeneración, a la cual pertenecen las promesas de la vida. “Y circuncidará Jehová tu Dios tu corazón, y el corazón de tu descendencia, para que ames a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas” (Deuteronomio 30:6).

 Si no tenemos seriedad en nuestro cristianismo, y si nuestras voluntades no están vigorosamente activas, no somos nada. Las realidades espirituales son de tal magnitud que si nuestros corazones han de dar respuesta adecuada a ellas, deberá ser con poder y energía.

 No hay campo en el cual el esfuerzo de nuestras voluntades sea tan necesario como lo es en el de las cosas espirituales; aquí, como en ninguna otra parte, es odiosa la tibieza. La religión verdadera es poderosa, y su poder se manifiesta en primer lugar en el corazón. Es por esto que las Escrituras se refieren a la verdadera religión, “el poder de la piedad”, como distinta a las apariencias externas que son tan solo su forma—“tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella…” (2 Timoteo 3:5). El Espíritu Santo es un Espíritu de santa y poderosa emoción en los cristianos genuinos. Por esto, las Escrituras dicen que Dios nos ha dado un espíritu “de poder, de amor, y de dominio propio” (2 Timoteo 1:7). Cuando recibimos al Espíritu Santo, las Escrituras dicen que somos bautizados en “Espíritu Santo y fuego” (Mateo 3:11).

 Este “fuego” representa las emociones santas que el Espíritu produce en nosotros haciendo que nuestros corazones ardan dentro de nosotros (Lucas 24:32).

 A veces las Escrituras hacen una comparación entre nuestra relación a las cosas espirituales y aquellas actividades seculares en las cuales los hombres agotan mucha energía. Hablan, por ejemplo, de correr (1 Corintios 9:24), luchar (Efesios 6:12), agonizar por un premio, pelear contra enemigos fuertes (1 Pedro 5:8-9), y librar una guerra (1 Timoteo 1:18). La gracia, por cierto, tiene grados, y hay cristianos débiles en los cuales los actos de la voluntad hacia las cosas espirituales tienen relativamente poca fuerza. No obstante, las emociones de todo cristiano verdadero hacia Dios son más fuertes que sus emociones naturales o pecaminosas. Todo genuino discípulo de Cristo lo ama más que “padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida” (Lucas 14:26).

 Dios, quien nos creó, no solo nos ha dado emociones, sino que también ha hecho que sean muy directamente la causa de nuestras acciones. No tomamos decisiones ni actuamos a no ser que el amor, el odio, el deseo, la esperanza, el temor, o alguna otra emoción nos influencie. Esto es cierto tanto en los asuntos seculares como en los espirituales. Es la razón por la cual muchas personas escuchan que la palabra de Dios les habla de cosas de importancia infinita—de Dios y de Cristo, el pecado y la salvación, el cielo y el infierno—sin que tenga efecto alguno sobre sus actitudes o su comportamiento. Sencillamente, lo que oyen no les afecta. No toca sus emociones.  

Atrevidamente afirmo que jamás verdad espiritual alguna cambió la conducta o la actitud de una persona sin haber despertado sus emociones. Nunca un pecador deseó la salvación, ni un cristiano despertó de frialdad espiritual, sin que la verdad hubiera afectado su corazón. ¡Así de importantes son las emociones! 

Por: Jonathan Edwards