Cada uno de nosotros lo confesará: somos poco propensos a reconocer nuestro perfil, con algunas cualidades y muchas imperfecciones.
Si quiere conocerse, pregúnteselo a Dios, Aquel que no juzga según la apariencia exterior, sino que se ve el corazón (1 Samuel 16:7). En nuestro “corazón”, es decir, en el centro de nuestra vida interior, está el secreto de nuestra relación con Dios.
Él “escudriña los corazones de todos, y entiende todo intento de los pensamientos” ( 1 Crónicas 28:9). “Sus ojos ven, sus párpados examinan a los hijos de los hombres” (Salmo 11:4). ¿Y qué ve en ellos? Vanidad, egoísmo, envidia, mentira. Y “Dios traerá toda obra a jucio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala” ( Eclesiastés 12:14).
¿Cómo escapar de su juicio? Dios, quien es luz y en quien no hay tiniebla alguna, se encargó de la purificación de nuestro corazón enviándonos a su Hijo Jesucristo para que muriese en la cruz y así llevase nuestros pecados.
“La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). Entonces Dios ya no nos ve en nuestros pecados, sino en Cristo, purificados, sin pecado. Dios echó tras sus espaldas todos los pecados de cada uno de los que creen. Ya no se acordará más de ellos, pues los deshizo como una nube ( Isaías 38:17;43:25;44:22).
Porque si alguno es oidor de la palabra pero no hacedor de ella, este es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural. Porque él se considera a sí mismo, y se va, y luego olvida cómo era. (Santiago 1:23-24)