Jesús emplea una comparación sorprendente para hacer entender a sus discípulos lo que hoy en día es “el reino de Dios”: la semilla que germina de forma invisible y crece para un día sacar a la luz los tallos y las espigas de la cosecha futura (Marcos 4:26-29).
Jesús mismo fue el sembrador que hizo el duro trabajo, tal como lo describe el Salmo 126:6: “Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla”. Sufrió mucho debido a nuestras faltas, hasta el punto de dar su vida por nosotros. Así, Jesús también fue aquella semilla de trigo que cayó en la tierra y murió para dar una vida nueva a multitud de gente (Juan 12:24).
El mundo ha seguido su curso; el pecado y los problemas que éste acarrea no dejan de extenderse por doquier.
El reino de justicia y paz anunciado por Jesús no ha sido establecido… Pero, ¡paciencia! Una obra misteriosa se está llevando a cabo; el poder de una vida escondida, pero victoriosa, está actuando. El Espíritu de Dios hace “nacer de nuevo”, por la fe en el Evangelio, una alma tras otra. Entran en ese “reino de Dios” que no veremos hasta el día en que Jesús vuelva por todos los suyos, para luego aparecer con ellos, triunfar sobre sus enemigos y establecer su reinado visible. “Volverá a venir con su regocijo, trayendo sus gavillas” ( Salmo 126:6).
Hasta ese día los creyentes son, así como él mismo fue, extranjeros en este mundo.
Decía además: Así es el reino de Dios, como cuando un hombre echa semilla en la tierra; y duerme y se levanta, de noche y de día, y la semilla brota y crece sin que él sepa cómo. (Marcos 4:26-27)